La boca, cuyo interior está recubierto de una membrana mucosa, constituye la entrada de dos sistemas: el digestivo y el respiratorio. En ella acaban los conductos procedentes de las glándulas salivales, situadas en las mejillas y debajo de la lengua y de la mandíbula. En el suelo de la cavidad oral se encuentra la lengua, que se utiliza para saborear y mezclar los alimentos. Por detrás de la lengua se encuentra la garganta (faringe).
El gusto es detectado por las papilas gustativas situadas en la superficie de la lengua. Los aromas son detectados por receptores olfatorios situados en la parte superior de la nariz. El sentido del gusto distingue solamente los sabores dulce, amargo, agrio y salado. El sentido del olfato es mucho más complejo, siendo capaz de distinguir gran diversidad de olores.
Los alimentos se cortan con los dientes delanteros, llamados incisivos, y se mastican después con los molares. De este modo el alimento se desmenuza en partículas más fáciles de digerir. La saliva que procede de las glándulas salivales recubre estas partículas con enzimas digestivas. Este es el momento en que comienza la digestión. Entre las comidas, el flujo de saliva elimina las bacterias que pueden dañar los dientes y causar otros trastornos. La saliva también contiene anticuerpos y enzimas, como la lisozima, que fraccionan las proteínas y atacan directamente las bacterias. La deglución se inicia voluntariamente y se continúa de modo automático. Para impedir que la comida pueda pasar a la tráquea y alcanzar los pulmones, una pequeña lengüeta muscular llamada epiglotis se cierra y el paladar blando (la zona posterior del techo de la boca) se eleva para evitar que la comida entre en la nariz.
El esófago es un tubo muscular que conecta la garganta con el estómago. Está recubierto interiormente de una membrana mucosa. El alimento baja por él debido a unas ondas rítmicas de contracción y relajación muscular llamadas peristaltismo.
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